No era bobo, era mansito: la verdadera historia del dodo

Hubo un tiempo en que un ave caminaba sin prisa por las islas Mauricio. No conocía la malicia, porque en su mundo no existía. No sabía huir, porque nunca tuvo de qué. Cuando miraba a los ojos de un humano no veía un enemigo, sino una presencia nueva en su paraíso. Y así, sin sospecharlo, firmó su sentencia.

Lo llamaron dodo. Un nombre ligero, casi burlón, como si su ingenuidad fuera un defecto.

No era bobo, era mansito

Muchos lo pintaron como torpe, lento, incapaz… tonto. Pero la historia la escriben los sobrevivientes, y el dodo no tuvo voz para defenderse.

La verdad es otra: El dodo no era bobo: era mansito, confiado, sin miedo. Era el hijo de una tierra sin fieras, donde la vida no enseñó a desconfiar.

No huyó de los humanos porque nunca antes necesitó huir. No escondió sus huevos porque creció creyendo que nadie los tomaría. No se defendió porque jamás imaginó un ataque. El dodo pagó por la inocencia que los humanos perdimos hace mucho.

Hoy, su figura descansa en ilustraciones, fósiles y recuerdos prestados. Es un fantasma que camina en museos y libros, un símbolo del punto en que la curiosidad humana se volvió destrucción.

Pero yo quiero recordarlo distinto. No como el pájaro torpe que repetimos en cuentos, sino como el último niño del Edén, que creyó en la bondad hasta el final.

El dodo no desapareció: lo extinguimos nosotros.

Y en esa culpa compartida hay una lección. El planeta no es nuestro jardín privado, es un hogar compartido con seres que confían en que sabremos vivir con ellos.

Cada especie perdida es una página arrancada de la historia del mundo. Cada extinción es un silencio donde antes hubo canto.

Que este post sea la promesa que dejé pendiente. Un pequeño memorial para el ave que nunca debió haber sido una burla.

Porque el dodo no era tonto. Era noble. Era pacífico. Era mansito. Y eso, en un mundo como el nuestro… quizá fue su mayor valentía.

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